Popeyes bar
Confiesa el cuaderno de ocurrencias del serenazgo de Miraflores que al piurano lo vieron ingresar varias ocasiones al bar de Popeyes. Casi siempre a las tres de la mañana y siempre entre Pisco y Nasca. Relatan sus yuntas que el norteño anhelaba enredarse con una flaquita de la Cato, una reconocida casa de estudios con atractivas escuelas de billar frente a su sede.
Popeyes Bar. Un chupódromo ubicado en un sótano caleta de la Bajada Balta. La antípoda de lo que significa enfriar la garganta en las ventiladas terrazas de Berlín. Desde su concepción estaba destinado a terminar bajo tierra en tiempo récord por mandato de la señora ley o por el expertise de un beodo con alma de pirómano. Jean Deza duró más en las portadas de El Trome.
Los tatuadores que rodean al mítico Bowling de Miraflores declaran que Popeye, hablamos del hombre que regentaba el subterráneo negocio, se ganaba los panes cuidando los carros que se estacionaban en La Emolientería. ¡Jefe, una miradita! Siempre con su trapo mojado en la mano y su gorrita de marinero, no se requería hacer mucho zapping para dar con su chaplín. Hasta que de pronto La Emolientería se sumó al obituario donde figuran los locales de la otrora Calle de las Pizzas, dicen que los hombres de mar son salados.
Popeye estuvo navegando a la deriva y sin bandera hasta que divisó a Emilio Stefan cambiando dólares en el óvalo. Abordó al cubano con soltura, intercambiaron gustos musicales, le preguntó por el pisco sour del Haití, por Gian Marco y aprovechó en confesarle que él, al igual que el Gasparín Peruano, albergaba un sueño: estimular el juego de ping pong en los universitarios de Lima. A puro olfato, don Emilio detectó en el marinero esas ganas de reinventarse en pro de los millennials. Sin chistar le soltó un jugoso senséi para que su proyecto empezará a remar. Luego hablarían de las regalías y de esa tarjetita que atesoraba un croquis de cómo llegar a las Cookies.